Así lo soñé (así lo escribí)
Siempre sucede lo mismo. La situación se repite una y otra vez. Cada vez que tu alma elige una nueva vida, otro destino, un cuerpo renovado, padres, karmas, nombre. Tú, luego de años de supervivencia emocional y psíquica, te reencuentras con la hermana mejor de un gran amigo de la infancia.
Ella que era tan sólo una niña, ahora es una mujer y mucho más. Te ve con ojos de amor inmaduro, de fantasía prohibida, de “qué bonito” que esto sea tan triste. Un hembra en las inconfundibles vibraciones de sus escondrijos mentales. Sin querer nos volvimos a ver, en una de esas visitas obligadas de la familia, y ella muy amablemente sacó unas sillas para que nos sentáramos a hablar.
Al mismo tiempo tímida, insegura, con sus largos cabellos bien peinados, sencilla, como si fuese pequeñita toda la vida y tú no te quedaras viéndole las hermosas tetas ni pidieras agua para verla parada, esplendorosa pero con ganas de sudar de placer, hablábamos sonriendo, divertidos por la casualidad, felices de este comienzo tan inesperado.
Lo soñé tan vívidamente que no tuve tiempo de deprimirme porque un amor así de cósmico, imposible y ensoñado, sucediese efectivamente en mis sábanas pero en la soledad de mi cuerpo, aislado sobre mi cama en la inconsciencia de la alucinación inconsciente.
Difuminada en su blanco vestido, confundida con la limpieza de las paredes de su casa, ella parecía ser menos carnal que otras personas, brillando de pureza, cualquiera que ésta fuese. Durante nuestra conversación evitaba verme directamente así como distraerse, sonriendo y diciéndome con los ojos, sus ganas de un pequeño beso, alegre por que la vida nos fuese tan bondadosa, queriendo escuchar el porqué mis padres se divorciaron y contarme el porqué los suyos.
La intenté besar entonces, y ladeó su rostro –también tímidamente, muy humilde-, molestándome por mi desesperación y torpeza de solitario, pero ella sonrío y dijo: hablemos.
Con todas las fotografías que guardó para que no me perdiese –si es que efectivamente yo era quién ella esperaba, su Mesías en el reino de su amor-, su vida, su adolescencia, su evolución, me enseñó también la foto de Juan Carlos, su hermano, para que la recordase plenamente en ese mínimo instante que nos vimos en una visita a su casa. Nombre y apellidos: Josny Parra. Allí la vi con Su cabello castaño y lentes de pasta, siempre sonriendo y diciendo: estaba sola.
Y no me importó no recordarla, porque mi sueño fue tan real que cuándo pregunté por Juan Carlos –que si lo recuerdo en mi vida lúcida y real-, no entendí sus palabras y pedí que me repitiera, de nuevo me perdí lo que dijo y no insistí más. Me interesó sólo el hecho –mental por supuesto- de encontrar el momento perfecto para tomar su blanquísima cara y encontrar una forma de unir –como hasta ahora había sido imposible- nuestros labios.
Y ahora si lo fue. Un pequeñísimo beso que ella me dio, con su boca cerradita, rosada y cercana. Un beso para luego despertar sin saber más de ella.
Así lo escribí.
Ella que era tan sólo una niña, ahora es una mujer y mucho más. Te ve con ojos de amor inmaduro, de fantasía prohibida, de “qué bonito” que esto sea tan triste. Un hembra en las inconfundibles vibraciones de sus escondrijos mentales. Sin querer nos volvimos a ver, en una de esas visitas obligadas de la familia, y ella muy amablemente sacó unas sillas para que nos sentáramos a hablar.
Al mismo tiempo tímida, insegura, con sus largos cabellos bien peinados, sencilla, como si fuese pequeñita toda la vida y tú no te quedaras viéndole las hermosas tetas ni pidieras agua para verla parada, esplendorosa pero con ganas de sudar de placer, hablábamos sonriendo, divertidos por la casualidad, felices de este comienzo tan inesperado.
Lo soñé tan vívidamente que no tuve tiempo de deprimirme porque un amor así de cósmico, imposible y ensoñado, sucediese efectivamente en mis sábanas pero en la soledad de mi cuerpo, aislado sobre mi cama en la inconsciencia de la alucinación inconsciente.
Difuminada en su blanco vestido, confundida con la limpieza de las paredes de su casa, ella parecía ser menos carnal que otras personas, brillando de pureza, cualquiera que ésta fuese. Durante nuestra conversación evitaba verme directamente así como distraerse, sonriendo y diciéndome con los ojos, sus ganas de un pequeño beso, alegre por que la vida nos fuese tan bondadosa, queriendo escuchar el porqué mis padres se divorciaron y contarme el porqué los suyos.
La intenté besar entonces, y ladeó su rostro –también tímidamente, muy humilde-, molestándome por mi desesperación y torpeza de solitario, pero ella sonrío y dijo: hablemos.
Con todas las fotografías que guardó para que no me perdiese –si es que efectivamente yo era quién ella esperaba, su Mesías en el reino de su amor-, su vida, su adolescencia, su evolución, me enseñó también la foto de Juan Carlos, su hermano, para que la recordase plenamente en ese mínimo instante que nos vimos en una visita a su casa. Nombre y apellidos: Josny Parra. Allí la vi con Su cabello castaño y lentes de pasta, siempre sonriendo y diciendo: estaba sola.
Y no me importó no recordarla, porque mi sueño fue tan real que cuándo pregunté por Juan Carlos –que si lo recuerdo en mi vida lúcida y real-, no entendí sus palabras y pedí que me repitiera, de nuevo me perdí lo que dijo y no insistí más. Me interesó sólo el hecho –mental por supuesto- de encontrar el momento perfecto para tomar su blanquísima cara y encontrar una forma de unir –como hasta ahora había sido imposible- nuestros labios.
Y ahora si lo fue. Un pequeñísimo beso que ella me dio, con su boca cerradita, rosada y cercana. Un beso para luego despertar sin saber más de ella.
Así lo escribí.
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