martes, 27 de noviembre de 2018

Yo quiero un bosque



Yo quiero un bosque. Uno en el que me pueda esconder en las pequeñitas sombras que dan los árboles cuando nadie está viendo. Mirar la textura de una hoja sin hacer ruido, ni que ella lo note. Andar de gota en gota, haciéndoles bromas a las aves. Crecer lentamente, disimulando, como el musgo. Ver a los tigres dar las buenas tardes, a los hongos discutir de política, a un mono preparándose la cena después de un largo día.
Yo quiero ser un bosque pintado. Estar en un marco elegante, en un museo con un nombre de un zombi afamado. Quiero sentir el aire acondicionado, toser cuando a todo el mundo se le olvida que está prohibido el silencio por más de 17 minutos. Mirar debajo de las faldas de las visitantes cuando se van a ver otro cuadro. Quiero colores alargados, que se estiren como si se acabaran de despertar. Sombras ocupadas, impacientes por cumplir con su agenda. Pinceladas arrogantes, que apenas nos dirijan la palabra. Quiero reírme a sus espaldas.

Quiero darte un bosque. De caramelo y paciencia, de flor y mordida, de caricia beige. Tupido, desinteresado, fuerte. Que se embriague con la lluvia y se derrita con el sol, que se vuelva lava y nieve, maldad y crías de liebre. Que descanse entre los espacios que hay entre los trozos de tierra, nitrógeno y luz, alimento de pintores. Que le die miedo nadar, pero no volar, que tenga aspiraciones y temor de no cumplirlas, que quiera viajar y ver el mundo, arrojarse a la aventura y nunca dejar morir a su niño interior. Que sea como tú.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Melissa no sabe bailar


Bajo esta luz, a ella no se le veían las cicatrices de todos los embarazos inseminados por los chismes de las señoras de la cuadra. Al contrario, lucía un gran cuerpo que tampoco evidenciaba los abortos y juergas atribuidas por las abundantes vecinas. Melissa se exhibía, de eso no hay duda. Pestañaba a velocidades estrambóticas por timidez al hablar con algún joven que la abordara en una fiesta. Sudaba, chocaba las manos que se acurrucaban una con la otra, tartamudeaba como un millón de martillos. 


“Es que yo no bailo”, decía falleciendo de vergüenza. Como con las peleas imaginarias, sus diálogos mentales incluían historias fantásticas para dar mejores excusas. Ocurrencias tan divertidas que llevaran a una conversación, al romance, al amor, a casarse y.. "quieres bailar?". No la dejan soñar en paz con tanta invitación a mover las caderas. Ahora es el momento de brillar. “Es que yo no bailo”. Los pies se le enfriaron de nuevo.

Ella quisiera lucirse como santurrona delante de las señoras de lengua alegre que viven cerca de su casa. Si la vieran ahora mismo, negada a beber cerveza, a dejarse llevar por la orgía musical de jóvenes y las charlas susurradas en las esquinas con menos luz. Ella quiere que ellas sepan, porque le dicen buenos días con los labios y le reprochan con la mirada que ellas no saben en qué anda, por lo que debe ser lo que ellas sospechan. Malos pasos. Ni siquiera eso, porque ella no baila por vergüenza. Quiere es volar en los brazos del amor, pero la interrumpen otra vez, para preguntar si quiere bailar. "¡Ya dije que no!", grita. Pero la música está muy alta, la luz muy baja y la noche muy joven para perderla así. 

Se va para su casa. Una de las mayores informantes vecinas la ve entrando a casa, vestida como si quisiera bailar hasta el amanecer. La señora supone que va saliendo: "¿y ahora para dónde irá?".