lunes, 8 de febrero de 2016

Quincallería "Las Quince Letras"

Rodábamos por Bejuma en la camioneta Caribe 442 de mi papá. Mi mamá iba al lado, sonriendo por la ventana mientras voltea para que no nos peleemos. Estamos fastidiados, como niños sin walkman ni Game Boys, mientras ellos seguían recorriendo el país con su amable, apurada y muy adulta mezcla de turismo nacional, oficio de vendedores y clase media emergente de menores de 30 años.

Papás que fueron hippies y ahora pueden cambiar de carro cada año, se mudaron a Maracay y se buscan la vida, alejados de las quincenas, acumulando kilómetros por todo el país con una cava llena de chucherías y bebidas en la maleta. Siempre nos animaban a que disfrutáramos al máximo el recorrer el país, así como las posibilidades de hacerlo gracias a su éxito como jóvenes comerciantes, mientras nosotros exhibíamos las ganas de jugar con una pelota, nadar en una piscina y comer hamburguesas con refresco. Idealmente al mismo tiempo.

En una esquina, polvorienta y democrática, rural y con ganas de más, empobrecida pero cálida, con la pintura verde sobre el cemento que armonizaba con el bahareque y rematado con un aviso municipal que revelaba el nombre de la calle, me tomó por sorpresa. Quincallería "Las Quince Letras" decía el cartel, pintado a mano en letras amarillas. En medio del Macondo venezolano, había un guiño que parecía de Condorito, una ocurrencia digna de Cantinflas, por lo lejano parecía un chiste cruel que echaba mano de la picardía tradicional para darnos la bienvenida, como un chinchorro para visitantes. Como cuando tras viajar varios kilómetros en las montañas de Boconó, en camino a San Juan de los Morros, llegamos a un tanque o cualquier lugar donde nos podíamos bañar, jugar y caernos, así fuese tomando malta y en unos columpios debajo de un mango en un club social de Valle de La Pascua. Niños no tan urbanos, no encerrados en apartamentos.

Mi hermano Joel ni se enteró, me parece. Vi el cartel con ganas de bajarme, de saber, de comentarlo, pero como aún me pasa, a veces la conversación es muy seria o cerebral, inadecuada para socializar ligeramente. Cuando nos bajamos en una tienda del centro de Bejuma, indeseable y calurosa, extrañamos un poco más esa ciudad que nos arropaba con la aprendida seguridad del asfalto, el cemento y el vidrio. Probarse pantalones, franelas, chemisses nunca lo sentimos como privilegio, sino como hábito paternal mucho menos divertido que elegir helados, juguetes o parques. Cuando nos íbamos a ir, la llave del carro no aparecía.

Joel, que disfrutaba enormemente estar a la moda y deslumbrar entre amigos, estaba molesto, callado y distante. No como yo, pensativo, lejano y serio, como cuando en una fiesta todos bailan salsa y merengue, mientras estoy aturdido, sino evitando contacto y ayuda. El niño galán evitaba ayuda para cambiarse, parecía haberse hecho adolescente de repente. Y las llaves sin aparecer, en Bejuma, con calor, tan infinitamente lejos de imaginar que nos acercáramos a casita, donde me encantaba estar. En esa tranquilidad sabrosa que después se hace tan esquiva.

Repentinamente, las llaves caen al suelo. Estaban escondidas en alguna parte de la anatomía de mi hermano que sospechó que nadie revisaría. Su ropa interior no pudo contener el llavero que deja en jaque a nuestros padres. Usó su ingenio para como el dueño de la quincallería, usar la picardía para no mostrar lo obvio: quiero que me compres algo pero además con una sonrisa, de forma simpática, sin acusarme de haberte convencido.

Estaba molesto porque le habían dicho que no a una pieza de ropa que consideraba infalible. Fue una venganza infantil, que parecía ingenua pero que había sumido en tensión a los viejos. Se rieron y hasta alabaron la ocurrencia, pero había una sombra de indignación que esta vez no pasó de un duro jalón de oreja. No siempre actuaron así, todavía recuerdo un golpe con el tacón que le hizo botar sangre cuando molestaba a mi mamá que amantaba a la recién llegada hermanita, mientras el fastidio de estar en la licorería de Calicanto lo tenían realmente ansioso, pero siempre, ingenuo.

Ese día solo tomaron la llaves, las bolsas, las facturas, el saludo al señor de la tienda, árabe o carabobeño, y nos fuimos, con ropa nueva y fastidiados, preguntando si ahora sí nos íbamos a la casa. Más el regaño, casi ruego, de no volver a eso porque implicaba un gran peligro para todos. Años más tarde, Joel siempre sería el sospechoso de la mínima desaparición de llaves, así como a mí siempre me recordarían insistentemente que cerrara la puerta, porque varias veces dejé abierta con adolescente desdén.

Supongo que el dueño de Las Quince Letras, en dorado y suspicaz, jamás aceptó que le cambiaran el nombre a su negocio.

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