Pirámide Azteca
Existe una civilización, que es la mía y también es la tuya. Su cuna es de marfil, de ébano, de cristal de sábila y de luz de sol. Tiene bosques mitológicos, llenos de ríos, brillantes, miradas a lo lejos y sombras sembradas a la orilla de los árboles. Altísimos, dejan apenas atravesar como mágicas ventanas, pequeñísimas motas de polvo que flotan hacia todos lados. Son microscópicas burbujas rosadas, esas que vemos al voltear bruscamente en un día encendido y que realmente son oxígeno, el aire que respiramos. Hay historia alrededor de tus besos, de esos ricos besos que me llenan con sus labios, tu lengua traviesa, tus dientes blancos, tu abrazo sobre mi cuello.
Cuando era pequeño solía tenerle miedo a los manglares. O a lo que yo creía que se llamaban así. Había una playa a la que yo siempre iba dónde había una especie de árbol acuático muy raro. Lo extraño es que aún siendo de madera, nacía desde la orilla de la playa y sus hojas eran nenúfares que bailaban con el ir y venir del oleaje. Todos se sentaban allí, se hacían fotografías invitándome pero yo tenía miedo. Nunca me ha gustado el roce de lo áspero sobre mi piel, huyo despavorido del dolor físico, de lo incómodo, de lo que traspasa lo meramente mental instalándome con pruebas fehacientes en un mundo dónde existe esa superficie molesta donde me tengo que sentar tan sólo porque me llaman.
De allí hasta acá ha pasado demasiado tiempo. Yo lo revivo como un documental como si cayese desde una altura de 33 pisos a toda velocidad, a punto de morir. Nace ella y naces tú, incesantemente, como en un torbellino de casualidades burlonas. Muere aquella y nacen mil. Disparan un misil y todas caen sobre mí. Mi vida está hecha de mujeres, entrelazadas una sobre otra, como una cadena. Y yo no sé qué hacer con todas, con tantas y tan poquitas. No hay una poesía donde quepan todas. Son como pequeños bloques de madera, constituyendo una pirámide azteca. Y desde la cúspide, veo mi civilización, y sus bosques.
Cuando era pequeño solía tenerle miedo a los manglares. O a lo que yo creía que se llamaban así. Había una playa a la que yo siempre iba dónde había una especie de árbol acuático muy raro. Lo extraño es que aún siendo de madera, nacía desde la orilla de la playa y sus hojas eran nenúfares que bailaban con el ir y venir del oleaje. Todos se sentaban allí, se hacían fotografías invitándome pero yo tenía miedo. Nunca me ha gustado el roce de lo áspero sobre mi piel, huyo despavorido del dolor físico, de lo incómodo, de lo que traspasa lo meramente mental instalándome con pruebas fehacientes en un mundo dónde existe esa superficie molesta donde me tengo que sentar tan sólo porque me llaman.
De allí hasta acá ha pasado demasiado tiempo. Yo lo revivo como un documental como si cayese desde una altura de 33 pisos a toda velocidad, a punto de morir. Nace ella y naces tú, incesantemente, como en un torbellino de casualidades burlonas. Muere aquella y nacen mil. Disparan un misil y todas caen sobre mí. Mi vida está hecha de mujeres, entrelazadas una sobre otra, como una cadena. Y yo no sé qué hacer con todas, con tantas y tan poquitas. No hay una poesía donde quepan todas. Son como pequeños bloques de madera, constituyendo una pirámide azteca. Y desde la cúspide, veo mi civilización, y sus bosques.
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