Peor de lo que pensaba
Ese día, él se dio cuenta que era un poco bastante peor que lo que pensaba. Ni siquiera sabía que tanto, verdaderamente. Pero al escuchar la sentencia, la voz del juez como una relámpago partiendo la realidad, tuvo que admitirlo. Aunque no podía admitir ninguno de los delitos por los que lo condenaban a una larga estancia en prisión, tampoco podía negarlos. Pero si era verdad que podía perder de tal manera, inyectándose locura en las venas y aspirando perdición, era probable que desconociera sus límites.
Y lo peor, era que siendo brutalmente honesto consigo mismo, no sabía si esas atrocidades estaban dentro de él de verdad, si las drogas le permitían a esos demonios caníbales y bestiales salir a su epidermis, sin filtros ni evaluaciones morales o si las acusaciones le daban asco, le parecían inverosímiles, algo que él jamás haría.
Nunca se había puesto a pensar hasta dónde era capaz de ir para complacer sus deseos, sus caprichos, sus ganas y por supuesto, también, lo que él creía que eran sus necesidades. No, nunca se detuvo a considerar qué consideraba un pecado, cuál sería su línea roja y peor aún, ninguna le parecía obvio. Cuando escuchó la lista de crímenes, no vio ninguno peor que el otro, ni sintió que fueran más o menos graves que otros que podía imaginar pero que no cometió ni que él era menos monstruoso que algún horrible tirano histórico.
No recordaba nada, pero tampoco le importaba. Pensó en sus amigos, a quienes había maltratado, ignorado o manipulado. A sus novias, a su familia, a tanta gente de la que apenas recordaba un rostro, un momento fugaz y quizás, a veces, un nombre escurridizo.
La sentencia era definitiva, 32 años de cárcel. Seguro daba tiempo de pensar en esto. Lo único claro, mientras le ponían las esposas, es que él sí era peor de lo que pensaba, porque no pensaba nada. Él era normal, ni tan bueno, ni tan malo, como casi cualquiera. Quizás.