Atravesando un arco arbolado que cubría las estructuras de ladrillo y cemente de la placita, mi sed de venganza estaba intacta. Todo este tiempo que había pasada desde el secuestro de la verdad, de la sombra de la ideología sobre mi cabeza, de la amenaza vedada, aún la sentía recorriendo tóxicamente en el corazón. No se trataba del veneno pertinaz del odio, que mata al que lo siente queriendo que acabe con su enemigo, sino bola de fuego que energiza con ganas de arrasarlo todo, dejando sólo cenizas y transformación. Uno de esos impulsos que uno convierte en tecleo furioso, en sudorosa ejercitación y en bruxismo.
Y con esa quema infernal de calorías que morían bajo el castigo de mis músculos, mis muelas y mis dedos, resistía. Cavaba una trinchera para alojarme como semilla de paciencia, sabiendo que lo que hoy provocaba deflagración mañana sería una risa aleccionadora. La inmensidad galáctica de hoy sería risible microorganismo mañana con el cambio de perspectiva. Así que me sembraba allí, entrenando para romperles la cara y reírme en el momento del giro de la vida, sabiendo que llegado el momento, ni recordaría ni importaría.
Mientras tanto estaba el despecho, la embriaguez y las canciones para lloverse por dentro. Está la rutina deportiva explosiva, el cansancio liberador y la extenuación para alcanzar el sueño por horas. Y estaba la escritura, lápida y última morada de estas ganas de verlos pedir perdón, que morirá aquí, en el grito de lo imposible.
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