Lámpara de deseos
"Quiero que te autodestruyas" le dictó a la pantalla. Y tras esperar unos segundos eternos, se apagó. La máquina empezó a corroerse por dentro, a derretirse por fuera, a borrar todas las conexiones y archivos. Se quemaba involuntariamente pero de forma definitiva como la Biblioteca de Alejandría. No dijo adiós, no con palabras, pero se extinguió de forma definitiva. Antes de acabarse por completo, explotó firmemente unida a su creador.
Y al hacer el propio un hecho tangible, entonces permitía que el de todos los demás también se materializaran. Su beneficio propio era al mismo tiempo universal, pero sin imposiciones.
Esta magnífica transformación, que pensaba concretar mediante un terminal extraordinario que escuchara deseos como un genio ultra-tecnológico con poderes absolutos esperaba dar esperanza, una realidad sin sufrimiento, un paraíso terrenal.
Acabar con la pobreza, impedir la corrupción, erradicar el racismo, darle a todos las oportunidades de desarrollarse, pintores que nunca morían de hambres, agua pura en todas partes, fábricas de armas que se convertían en plazas arboladas, utopías de colaboración, apoyo mutuo y felicidad conquistada por la solidaridad.
Pero nacía con un pecado original. Que existiera causaría también una nueva generación de problemas de inequidad e injusticia, como los que pretendía erradicar, aumentados en la potencia de su capacidad todopoderosa.
Una guerra por su control, que estableciera un sistema de quienes serían los más idóneos para usarla, para quienes estaría prohibida o qué tipo de deseos no se permitirían. Complots y asesinatos por los deseos dictados a la nueva lámpara de los deseos. Perversiones morales a nombre del bien común de la interpretación de unos pocos.
Y él, como su antigua máquina del tiempo, entendió que era inútil torcer el destino.