Yo quiero vivir en Tlön
Hay libros que convierten en papiros en nuestros dedos. En lugar de desgastarse o destruirse, de tanto leerlos, física y mentalmente, se transforman en patrimonio subatómico de tu mente, con subrayados mentales en forma de tatuajes neurológicos, como esos olores sabrosos de la comida maternal o del Niño Jesús que se equivocó. Cree uno, como quien reza, se tatúa o vota, que su elección es indiscutiblemente la mejor. Nuestro autor favorito es entonces un rockstar.
Lo admito, yo quiero vivir en Tlön.
¿Xilófonos les negarán mil fórmulas distintas de tocarse en los resbaladizos dedos de la metodología teatral del profesor para enseñar mientras todos creen divertirse con la física de los sonidos o será magia sónica que se ha negado a entregarse, desmayada de mentira con una risa infantil, a la seriedad que se amerita para aprender a esdrujulizar por pura estética?
Suponga una canción de jazz. Escuche detenidamente los pasos que entre las sombras han decidido, sin temor a equivocarse, los dueños del conglomerado académico, docto e irrevocable de ríos, esos hippies revoltosos de la revolución lunar, que al unísono se reencuentran entre cervezas, paréntesis y sin vergüenza para admitir que las cosas se le salieron de control, volumen e intensidad. Es la verdad.
¡Sí, sé solo su sinfonía, sus excusas y serpientes! Es increíble que puedan acceder a tales inacciones como si hubiese otra posibilidad de unificarlo todo, una y otra vez, para que las opciones fuesen un poco más cerradas, apelar a la diversidad, al abrazo que ofrecen los logros en el extranjero, en la intimidad, en la obcecada oscuridad mística de habituarse a almorzar todos los días con la misma persona, pero a horas distintas, no vaya a ser que nos descubran. Que nos señalen.
He regresado, y no he inventado ningún idioma. Menos mal.