Pasión de Vivir - Para Nairobi
Se puede sentir pasión por un millón de cosas. Hasta por tu trabajo, pero hay casos aún peores. Puede ser una nueva amante o la reconquista de una más antigua pero que accede a lo que antes estaba prohibido. La emoción de la cacería, del juego, del eterno reencuentro con la perversión de uno mismo y el no-entendimiento de tus bajos instintos. También puedes tocar la guitarra, coleccionar cualquier cosa: recuerdos, pestañas, huesos de pollo, nombres raros o títulos universitarios. De algo hay que llenar esta bolsa de aire existencial que va desde la vagina hasta la sepultura.
Lo más importante es la pasión. Ese fuego interno que renace con una canción, con una frase aprendida de un amigo y que dura la eternidad de unas buenas semanas. Una sonrisa que no sabes explicar porque la produce alguien que no debe. La lujuria que nace del padre, de la madre, de un desconocido. Seduces a una amiga y ni sabes porqué, qué hacer, hacia dónde ir. Sólo quieres viajar a lugares nuevos y explorar la sensación maravillosa de tocar algo que nunca antes había rozado tus dedos: la hoja de un árbol, un poquito de tierra, una pulida superficie metálica, una esquina rota de un mueble viejo. Algo que ni siquiera imaginamos: una manía personalísima que redime al universo.
Expandirte como el éxito. Lo que una vez fue simple, invisible, secreto, ahora extiende sus tentáculos inmensos hacia un mundo que tiene los límites de los recuerdos infantiles. Se ve hasta donde mi ojito vio y sueña con lo que jamás veré. Un libro, un juguete y miles de cosas innecesarias pero accesorias que no tenían más significado para mí sino al convertirse en paredes de un castillo, en automóviles, en bases secretas donde atacar al hermanito disfrazado de enemigo.
En letras puedo inventar los mundos más maravillosos, con aventuras subterráneas que explotan en la punta de mis dedos: vampiros, amigos, bosques, naciones, armamento, sacramentos. Soy quien se me antoje, y al mismo tiempo, expender en nombre de Dios mis creencias, siempre disimulando, como si no necesitara debate, como si de verdad te hiciera falta esto, como si yo pudiese soltar esta botella de tequila que no me agrada, pero me acompaña. Porque quiero, necesito, bebo y respiro una pasión que se me perdió.
La verdad es un hambre que no se acaba. Primero de saber, de experimentar, de igualarse a otros más grandes, o que, envidioso de mente liliputiense, creer que se es. De averiguar y estar seguro que aquello que hemos imaginado tiene algún resultado en un universo paralelo pero alcanzable, conquistable, una realidad paralela a la que no sólo escapamos, sino que acercamos a nuestra cama, nuestro almuerzo y nuestra absorta mirada aburrida a un punto cualquiera de la casa.
Hace años que no había olido más nunca tu perfume barato y hoy me llegó en una persona que no eres tú, ni conozco, ni veré más ni significa nada. Porque sólo trajo tu aroma, que me recordó mi virginidad, mi tontería, mis ganas por la vecina, mi inexperiencia al enamorarme, el candado que cerraba mi puerta, la pared por la escapaba, el robo de unos meses después, mi rebeldía sola y tú, claro, chiquita como yo, perversa como ahora soy, y un nombre sensual, africano, brutal, decisivo: Nairobi.
Lo más importante es la pasión. Ese fuego interno que renace con una canción, con una frase aprendida de un amigo y que dura la eternidad de unas buenas semanas. Una sonrisa que no sabes explicar porque la produce alguien que no debe. La lujuria que nace del padre, de la madre, de un desconocido. Seduces a una amiga y ni sabes porqué, qué hacer, hacia dónde ir. Sólo quieres viajar a lugares nuevos y explorar la sensación maravillosa de tocar algo que nunca antes había rozado tus dedos: la hoja de un árbol, un poquito de tierra, una pulida superficie metálica, una esquina rota de un mueble viejo. Algo que ni siquiera imaginamos: una manía personalísima que redime al universo.
Expandirte como el éxito. Lo que una vez fue simple, invisible, secreto, ahora extiende sus tentáculos inmensos hacia un mundo que tiene los límites de los recuerdos infantiles. Se ve hasta donde mi ojito vio y sueña con lo que jamás veré. Un libro, un juguete y miles de cosas innecesarias pero accesorias que no tenían más significado para mí sino al convertirse en paredes de un castillo, en automóviles, en bases secretas donde atacar al hermanito disfrazado de enemigo.
En letras puedo inventar los mundos más maravillosos, con aventuras subterráneas que explotan en la punta de mis dedos: vampiros, amigos, bosques, naciones, armamento, sacramentos. Soy quien se me antoje, y al mismo tiempo, expender en nombre de Dios mis creencias, siempre disimulando, como si no necesitara debate, como si de verdad te hiciera falta esto, como si yo pudiese soltar esta botella de tequila que no me agrada, pero me acompaña. Porque quiero, necesito, bebo y respiro una pasión que se me perdió.
La verdad es un hambre que no se acaba. Primero de saber, de experimentar, de igualarse a otros más grandes, o que, envidioso de mente liliputiense, creer que se es. De averiguar y estar seguro que aquello que hemos imaginado tiene algún resultado en un universo paralelo pero alcanzable, conquistable, una realidad paralela a la que no sólo escapamos, sino que acercamos a nuestra cama, nuestro almuerzo y nuestra absorta mirada aburrida a un punto cualquiera de la casa.
Hace años que no había olido más nunca tu perfume barato y hoy me llegó en una persona que no eres tú, ni conozco, ni veré más ni significa nada. Porque sólo trajo tu aroma, que me recordó mi virginidad, mi tontería, mis ganas por la vecina, mi inexperiencia al enamorarme, el candado que cerraba mi puerta, la pared por la escapaba, el robo de unos meses después, mi rebeldía sola y tú, claro, chiquita como yo, perversa como ahora soy, y un nombre sensual, africano, brutal, decisivo: Nairobi.